Por Nelson Ojeda Sazo, periodista y navalino por herencia
“Sociedad fundada por un grupo de personas con intereses comunes y dedicadas a actividades de distinta especie, principalmente recreativas, deportivas o culturales”.
El ejercicio para estampar la definición recién leída es simple: buscar la palabra Club en la página oficial de la Real Academia de la Lengua Española.
Al arrojar el resultado esa es la primera de 3 definiciones que establece la entidad. La única de las 3 que por cierto contempla el concepto deportivo en el semántico decreto oficial.
Es que la historia del fútbol sudamericano, y el chileno como tal, tienen su origen en los intereses comunes y la actividad política. Y no necesariamente partidista que hoy día genera tanta distancia entre los lectores. Me refiero a la actividad política de base, donde por necesidad, sentido de sobreviviencia o un arranque creativo para el buen ocio, la gente con fines comunes comenzó a instalar instituciones ligadas al balompié.
En Argentina están desde los clubes de fábricas y gremios, a los más ideológicos como el caso de Argentinos Juniors. En Chile el fútbol llegó a los puertos. Claro, canal directo desde el alma mater: Inglaterra.
Mientras los ingleses de paso ya traían la escuela del Football nuestros criollos comenzaron a levantar banderas propias y con la tendencia de poner en una misma cancha a 11 tipos comunes y parecidos atacando hacia el mismo arco.
En el ámbito local y saltándome varios versículos de la línea de tiempo, por ejemplo, Lota terminó siendo el espacio de diversión para los esforzados mineros que tenían condiciones laborales tan explotadoras como el material de extracción.
Los Ferroviarios llevaron los colores propios de la industria a la camiseta, y pusieron el nombre de un almirante de la Armada que ha sido uno de los marinos más atípicos y con visión política, aparte de Arturo Prat.
En Talcahuano La Armada fundó su propio club. Y ahí de nuevo la tendencia y coherencia con la definición oficial: en este caso eran todos marinos. Intereses tan comunes pero con una correspondiente porción de diferenciación propia como los iracundos jugadores de Magallanes que iniciaron un nuevo ciclo bajo la puteada hecha arenga del “Vámonos, Quiñonez”.
Y así se fue forjando el campeonato chileno. Clubes. Clubes deportivos. Muchos de ellos incluso con el apellido de Social entre las placas oficiales que solo alumbran en sus sedes oficiales pero que poco brillo sacan en la página de la prensa donde siempre es mejor recibido hasta un acrónimo.
Los esfuerzos de la lógica colectiva y bajo la idea de la defensa territorial, sindical o gremial quedaron solo en la definición “Raerística”, cuando en mayo de 2005 se promulgó la Ley de Sociedades Anónimas Deportivas dando rienda suelta a la lógica del mercado.
La idea del ciudadano que participa de la asamblea fue reconfeccionada por los iluminados gerentes. Ahora el hincha ya no era hincha y menos socio. Era consumidor y hasta ahora participa de juntas de accionista, no de asambleas.
Si el equipo generaba un espacio de arraigo en su territorio no era tema. El tema para componer la canción del triunfo eran los buenos dividendos. El hincha e hijo de vecino terminaron confinados en la sección de atención al cliente.
En cuarentena permanente. Aislados. Sin poder generar un vínculo con los suyos y buscar ideas alternativas en los tiempos de crisis como se habría hecha hasta abril de 2005.
La arremetida de los aparecidos en las direcciones de las sociedades anónimas del fútbol chileno fue rápida y viral. Es como si se hubiesen pasado el dato de un negocio nuevo y con una barrera de entrada nula en cuanto a voces opositoras a cualquier gestión. El hincha estaba en casa y no el club.
Más abultada la cuenta corriente, más gravitante su presencia dentro del directorio. Total el que pone la plata soy yo.
El ciudadano con ímpetu deportivo y que llegó a ponerse la camiseta como noble herencia familiar hasta ahora no ha salido del confinamiento. Se le convenció que dinero es sinónimo de capacidad de gestión.
Se quedó repitiendo el mantra comercial de que se queden sin salir, ya que hay solo un solo reducido grupo de creativos, de esos que estudian todos en los mismos colegios y tienen cabañas en los mismos balnearios, que son los únicos capaces de hacer un gol de media distancia en el partido de la oferta y la demanda.
Y en Talcahuano nos hace falta un mea culpa. Hicimos poco y casi nada para encontrar la solución a la pandemia de las S.A en el fútbol.
El 21 de mayo cumplimos 76 años como Naval de Talcahuano. 73 temporadas en cancha y otras 3 mirando como el resto disfruta del juego bautizado como pasión de multitudes.
Nos tocó un cumpleaños atípico por lo deportivo y por la contingencia sanitaria. Nos tocó seguir lamentándonos de no habernos unido mucho antes para dar pelea a la enfermedad. A lo mejor no dábamos con la vacuna pero sí con un antídoto para bajar el dolor y la fuerza de los síntomas.
Nos tocó un cumpleaños donde en pocas horas nos reemplanteamos el por qué no supimos ser mejores negociadores. Mejores estrategas. Se nos fue pasarle la pelota siempre al 10.
Pero llegará el tiempo nuevo. En algún minuto vamos a recalar en el puerto de la alegría de estar juntos nuevamente. Nos abrazaremos y refundaremos nuestros intereses comunes con las ganas infinitas y la convicción que no seremos 11 saltando a una cancha.
Seremos miles. Seremos los ciudadanos los que levantaremos nuevamente las banderas del deporte. Cada uno desde su rol, cada uno con sus habilidades y conocimiento.
Seremos consecuentes con la parte del nombre que dice Club Social. Y como amantes de lo colectivo y del acceso universal al conocimiento no pondremos reparos en mostrar al vecino la forma en que se superó la crisis.
Queremos motivar la figura del hincha acérrimo. Queremos liquidar en cómodas cuotas al mero consumidor.
¡Atención, firmes! Toda la tripulación: a construir los próximos 76 años.
Fotografía: Archivo La Pelota es Mía